WebNovela: La Flor Rota, Capítulo 4: La Fiesta

 

 

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“Los hechos y/o personajes de la siguiente historia son ficticios,
cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia.”
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El sol había caído cuando empezaron a llegar. Coches relucientes, ropa cara, música a todo volumen. La casa de los Gutiérrez, aislada entre los pinos y el mar, vibraba con luces de colores y promesas que sabían a vodka y tabaco mentolado.

Era una fiesta más.

Otra noche de descontrol autorizada por el silencio de los padres y el poder de los apellidos.

En el patio trasero, junto a la piscina, los vasos pasaban de mano en mano sin preguntar edad ni intenciones. Los chicos reían fuerte, como si el mundo les perteneciera. Algunos se besaban sin mirar nombres. Otros grababan historias para redes sociales, mostrando botellas importadas y bailes torpes.

Lucía llegó tarde.

Vestía una blusa blanca y unos jeans ajustados. No había avisado que iría. Solo Diana, su amiga de confianza, sabía que se estaba replanteando asistir.

—"Solo un rato", me escribió —recordó Diana después—. "Necesito distraerme. Prometo irme temprano."

Diana estaba allí desde el inicio. Había ido con unas amigas por compromiso, sin muchas ganas. Prefería las fiestas pequeñas, los espacios tranquilos. Pero aceptó porque quería acompañar a Lucía. Sabía que últimamente su amiga no estaba bien. Que algo la estaba presionando.

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Lucía no bebió al principio. Caminaba con el teléfono en la mano, saludaba con media sonrisa. Vio a Iván y se le acercó. Hablaron unos minutos. Él parecía nervioso, torpe. Luego ella se fue sola hacia la cocina.

Más tarde, alguien la vio con un vaso en la mano. Otro con una botella. Luego otro más.

Fue Diego quien le ofreció un trago que no parecía lo que decía ser.

—"Esto no sube", le dijo con una sonrisa—. "Es suave, confía."

Lucía lo bebió.

Después, los recuerdos empiezan a romperse en pedazos.

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Desde la terraza, Diana vio cómo Lucía empezaba a tambalearse, pero sonreía. Quería irse, eso era evidente. Quiso acompañarla, pero una de sus amigas la detuvo.

—"Ya está grande", dijo. "Además, está con los chicos, no le va a pasar nada."

Pero a Diana algo no le cerraba.

Lucía **ya no parecía estar ahí**.

Poco después, varios se fueron. Los menos cercanos, los que sabían cuándo terminar una fiesta. Diana también se despidió. Iba a salir por la puerta principal cuando escuchó una carcajada en la sala. Se giró y vio algo.

**Lucía, desmayada en el sofá.**

**Los chicos, en círculo.**

**Un celular grabando.**

Todo pasó en segundos.

—¡Ey, qué hacen! —gritó.

Uno de ellos —no supo cuál— se giró, levantó la mano como si nada, y dijo:

—Relájate, está bien.

—No parece que esté bien.

—Está dormida. Solo estamos cuidándola. Vete tranquila.

Las palabras fueron suaves, medidas, dichas con una sonrisa. Pero la mirada… esa mirada no se le olvidaría nunca.

Diana dudó. Algo en su interior le decía que debía hacer algo. Pero no lo hizo. Se fue.

**Y se odió por eso durante semanas.**

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En la mañana, al enterarse de lo que había pasado con Lucía, Diana se encerró en su cuarto. Lloró. Vomitó. Y luego… calló.

Porque en Puerto Lirio, hablar tiene consecuencias.

Ya había escuchado cómo tratan a las chicas que acusan. Cómo las llaman. Cómo las ridiculizan.

Así que no dijo nada.

No a sus padres.

No a sus amigas.

Ni siquiera a Clara, cuando la vio dos días después, caminando por el hospital como una sombra.

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Pero el silencio no cura.

Y el recuerdo no deja de arder.

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Mientras tanto, Clara organizaba todo lo que había encontrado: el mensaje con la ubicación, el brazalete con sangre, las fotos del camino. Preparaba una carpeta con notas, nombres, fechas. Sabía que ninguna de esas cosas bastaba por sí sola. Pero juntas… podían empezar a formar un mapa.

Una madrugada, volvió a leer los mensajes borrados en el teléfono de Lucía y notó algo: **una conversación con Diana** había sido eliminada por completo.

Demasiado limpio.

Demasiado intencional.

Clara la conocía bien. Diana era una chica buena, callada, pero con mirada noble. Había sido alumna suya. Era la única que probablemente **sabía algo y no se atrevía a decirlo**.

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Esa misma semana, Clara fue al colegio.

Esperó a la salida, sin uniforme de profesora ni gesto amable. Solo una madre desesperada con una carpeta bajo el brazo y un temblor en los dedos.

Diana la vio desde lejos y se detuvo.

No hubo necesidad de palabras.

Ambas sabían.

—¿Podemos hablar? —preguntó Clara, con la voz baja.

Diana asintió. Los ojos rojos. Las manos frías.

Se sentaron en una banca del parque a unas cuadras del colegio. Clara no la presionó. Solo esperó.

—Yo… no sé exactamente qué pasó —dijo Diana al fin—. Pero Lucía no se veía bien. Y ellos estaban… alrededor.

—¿Quiénes?

—Los de siempre. Diego, Martín, Samuel, Iván… y Lucas grababa.

Clara sintió un frío recorriéndole la espalda.

—¿Viste el video?

—No completo. Solo vi que lo estaba grabando. Luego me fui. No hice nada. Perdón.

—¿Tú crees que lo tienen todavía?

Diana bajó la mirada.

—No lo sé. Pero hay más gente que lo ha visto. No te lo van a decir, pero circuló. No en redes, sino por mensaje. Solo entre algunos. En privado.

Clara cerró los ojos. Sintió rabia. Miedo. Y un tipo de tristeza que no sabía que existía.

Pero también sintió algo nuevo: **certeza.**

Ya no era solo intuición. Había testigos. Había un video.

Solo tenía que encontrarlo.

Y cuando lo hiciera, no habría nombre, poder, ni apellido que pudiera detenerla.

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