En las calles, la situación económica se siente con crudeza. Basta caminar unas cuadras para escuchar la misma frase repetida en distintos tonos: *“la plata no alcanza”*. Comerciantes, trabajadores, jubilados y jóvenes coinciden en un diagnóstico que ya no necesita estadísticas para ser evidente: el dinero rinde cada vez menos y la vida cotidiana se vuelve una carrera constante para llegar a fin de mes.
Los precios suben casi a diario, mientras los ingresos permanecen estancados o crecen muy por detrás. En los almacenes de barrio, los dueños remarcan con resignación y explican que venden menos. “La gente compra lo justo, lo indispensable. Ya no se lleva de más”, comenta una comerciante, señalando góndolas con productos que antes rotaban rápido y hoy esperan más tiempo.
En el transporte público, en las colas de los bancos o a la salida de las escuelas, el malestar se repite. Trabajadores que recortan gastos, familias que priorizan alimentos y servicios básicos, jubilados que eligen entre medicamentos o comida. La calle se transforma así en un reflejo directo de una economía que aprieta.
También crece la informalidad. Más personas buscan changas, venden productos caseros o salen a ofrecer servicios para sumar unos pesos extras. La creatividad se vuelve una herramienta de supervivencia, aunque no siempre alcanza para compensar la pérdida del poder adquisitivo.
Mientras tanto, la incertidumbre domina las conversaciones. Nadie sabe con certeza qué pasará mañana, pero el presente ya pesa. La calle habla, y lo hace con claridad: cuando la plata no alcanza, la crisis deja de ser un concepto abstracto y se convierte en una experiencia diaria que atraviesa a toda la sociedad.
